Una mirada artística a l’Evangeli del Diumenge, un gentilesa de l’Amadeu Bonet, artista.
Lectura Espiritual
EL SEMBRADOR (Lc 8,5-15;13,18-19)
Entenderse a sí mismo como campo de cultivo
Salió el sembrador a sembrar. El sembrador: lo primero es Dios. Es Él quien tiene la iniciativa, nada de lo que vendrá después sucedería sin Él. Y ¿qué hace Dios? Salió: es el verbo que le caracteriza, un éxtasis divino. Así que todo empieza porque ese Dios sale de sí mismo. Y sale para sembrar, es decir, para fecundar el mundo con su divinidad.
La semilla es la palabra de Dios, dice el texto más adelante. La palabra de Dios es, pues, la huella de Dios en el mundo. Lo que la humanidad sabe de Él es por medio de su palabra (no sólo verbal). Palabra de Dios es todo lo que habla de Él, lo que remite al misterio y señala el origen.
Lo primero con que compara Jesús el Reino es con una semilla, la más pequeña: un grano de mostaza que, pese a ser una semilla diminuta, puede crecer hasta convertirse en un gran árbol donde los pájaros pueden construir sus nidos o descansar. Según Jesús, ese Reino que está dentro de nosotros es como el grano de mostaza: algo oculto, frágil y fecundo. Oculto porque está enterrado y por ello, pasa tantas veces desapercibido. Frágil porque puede malograrse: fecundo porque, de ser atendido y cultivado, se hace grande y hospitalario. Llegando a ser un gran árbol, de copa materna. Es una metáfora exacta de la vida espiritual: oculta (pues no se ve con los ojos de la cara, sino con los del corazón), frágil (basta poco para echarla a perder) y fecunda (puede cambiarte de arriba abajo).
Lo poderoso, en el evangelio, siempre nace de lo que resulta irrelevante a ojos humanos: un niño en Belén es el redentor del mundo; por una humilde muchacha entra la salvación en la historia; la predicación de la buena noticia se confía a un rudo grupo de pescadores.
El cristianismo insiste desde sus orígenes que la experiencia espiritual no es sólo mística, sino también carnal. Que algo ha pasado verdaderamente en la historia. La semilla existe. El resucitado pide de comer cuando aparece. El árbol da frutos de verdad y los pájaros se posan en él cantando melodías que podemos escuchar. Dios, el sembrador, ha colocado esa semilla en nuestro corazón, de modo que todos los hombres y mujeres de este mundo tenemos una interioridad y hemos sido llamados a cuidarla. Pero el futuro de esta semilla, casi invisible, dependerá de nuestra respuesta.
Una posibilidad es que caiga entre zarzas: si nos dejamos vencer por el peso de las preocupaciones diarias, con mucha dificultad conseguiremos encontrar algún minuto de conexión interior.
Otra es que la semilla caiga entre las rocas y se seque por falta de humedad. Podemos ser inconstantes y, sin el agua de un ejercicio espiritual diario, esa pequeña semilla difícilmente prosperará.
En tercer lugar, esa semilla puede caer en el camino de nuestra conciencia y ser devastada por nuestras sombras o heridas del alma. Las experiencias negativas, lo oscuro puede haber arraigado con tanta fuerza en nosotros que terminemos por rendirnos.
Por último, la tierra buena. Hay que cuidar la tierra: levantarse cada mañana y regarla, y dedicarle unos minutos cada noche, antes de acostarse. Orar con un corazón puro. Entenderse a sí mismo como un campo de cultivo. La garantía de que una vida deja espacio al espíritu es que esa vida se va simplificando. Si continuamos enganchados a… No es que las cosas de este mundo sean malas, lo malo es nuestro apego a ellas. Por eso, sin ejercitarse en la ascesis del desprendimiento, difícilmente se progresa en esa buena tierra que es la oración silenciosa.
La semilla (de la palabra, de la contemplación) tendrá posibilidades de convertirse en fruto sólo si muere en la tierra. Nosotros no veremos su evolución y tendremos que fiarnos de que el abono, la lluvia, el sol… ajenos a nuestra voluntad, cumplan su cometido. ¿Qué más podemos hacer sino sentarnos en silencio y quietud, confiando que el espíritu haga el resto? El resto es la noche invernal, en la que nadie diría que están pasando cosas. El crecimiento en el espíritu es siempre bajo tierra, en lo invisible. Y casi nunca es un crecimiento armónico y equilibrado, sino dramático y hasta trágico, pues incluye la muerte y el nacimiento.
Pablo d’Ors, Biografía de la luz
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