EL RIESGO DE ESCUCHAR LA PALABRA
“Bienaventurada la que ha creído, porque lo que le ha dicho el Señor se cumplirá” (Lc 1,45). Este es el primer cumplido que María recibe en el evangelio de Lucas, y lo recibe de labios de su prima Isabel, pariente próxima y amiga entrañable que recibe la visita con el corazón rebosante de gozo. El saludo exultante de Isabel nos recuerda las palabras que Jesús pronuncia en su encuentro con Tomás, el discípulo incrédulo, después de haberle mostrado las manos y el costado abiertos: “¿Por qué me has visto has creído? Bienaventurados los que crean sin haber visto” (Jn 20,29). I es que para creer no hace falta ver con los ojos ni tocar con las manos. La fe no necesita pruebas, confirmaciones, razones o demostraciones. La fe va más allá de lo que es visible, palpable o demostrable. La fe se sitúa en un horizonte de gratuidad y eternidad que no se comprende desde las actitudes cerradas, soberbias y autosuficientes. María creyó sin haber visto nada que le garantizara la autenticidad del mensaje ni del mensajero. Creyó sin haber visto ningún signo especial que confirmara aquellas extrañas promesas del ángel. Creyó sin haber visto con claridad lo que estaba sucediendo y porqué. ¿Creyó, pues, a ciegas, ingenuamente, deslumbrada por aquella situación insólita? Yo diría que no. María no vio pero escuchó. Escuchó la Palabra con mayúscula i este fue su primer paso hacia su fiat. Podía haber continuado con sus tareas cotidianas, con sus preocupaciones e inquietudes, en su pequeño mundo de Nazaret. En cambio, presta atención, aguza el oído, se dispone a escuchar. No olvidemos que escuchar es un acto voluntario, indica el deseo consciente de abrirse al otro para ofrecerle y compartir con él un espacio de comunicación. Escuchar es atender, ofrecer, compartir, acoger. Dice el evangelio que el ángel entró en la casa -se supone- pero en realidad entró en lo más íntimo de su ser. Ella distinguió la Palabra desde el primer momento, entendió que Dios quería hablar con ella para comunicarle alguna cosa i al instante le dio la bienvenida. Así pues, la Palabra cruzó el umbral de su corazón, entró en su vida y transformó todo aquello cotidiano en extraordinario. Escuchar la Palabra no es empresa fácil, porque supone quedarse al descubierto delante de Dios: sin corazas, sin murallas, sin caretas que disimulen nuestras arrugas e imperfecciones. Supone aceptar el riesgo de lo desconocido, de lo inesperado, de lo imposible para nosotros, los humanos. Núria Calduch-Benages |
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març 31
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