Lectura espiritual
5. EL NIÑO
El nacimiento del Espíritu
Estando ellos allí (en Belén), le llegó la hora del parto y dio a luz a su hijo primogénito. Lo envolvió en pañales y lo acostó en un pesebre, porque NO HABÍAN ENCONTRADO SITIO EN LA POSADA. (Lc 2,6-7)
Todos preferimos alojarnos en un gran hotel, antes que en una gruta desolada y fría. Toda búsqueda espiritual comporta incomprensión y hasta rechazo.
Una persona auténtica es siempre una amenaza, una rara avis a la que se podrá admirar o rechazar, pero a la que inevitablemente se señalará y se mantendrá aparte, no vaya a ser que haya otros que se contagien y quieran imitarle.
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El mundo suele estar en asuntos “demasiado importantes”. Las puertas siempre se cerrarán al nacimiento del espíritu. Presionados por nuestras supuestas e incontables “obligaciones”, aseguramos no tener posada ni para nosotros mismos.
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María y José emprendieron un viaje muy largo. La única explicación posible a este acto temerario es que su confianza en Dios era absoluta. El lugar es una cueva muy oscura, solo tenuemente iluminada por las estrellas. No están solos del todo en medio de aquella tiniebla. Junto a ellos están la mula y el buey.
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La oscuridad que encontramos en nuestra mente cuando nos sentamos en silencio a meditar (a contemplar) es muy parecido al que reina en esa cueva de Belén. Es más bien una oscuridad en la que hay algo que respira. Eres tú mismo, por supuesto: el animal que hay en la vida orgánica, lo más instintivo o primordial, lo que sostiene todo lo demás.
Reconocerse en la mula y en el buey, comprender que en el fondo somos muy parecidos a ellos en nuestra búsqueda de calor y de seguridad…, todo eso es ya, ciertamente, un gran logro. El animal que llevamos dentro es lo primero con lo que conviene familiarizarse para emprender el camino espiritual.
Si no se entra por el cuerpo, no se va a ninguna parte. Primero vienen los animales, solo luego los pastores y, por último, al final de todo, los grandes sabios.
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Todos llevamos una Virgen dentro: un territorio interior en el que todavía y casi inexplicablemente pervive la inocencia. Este punto virgen siempre está preñado, es decir, en proceso de gestación, preparándose para alumbrar. Nuestro ser originario está destinado a ser el escenario de un nacimiento y de una plenitud. Lo puro. Lo oculto e invisible, es fecundo, ése es el mensaje.
Vaciamiento y alumbramiento, virginidad y maternidad, pobreza y belleza…: el cristianismo se articula en estos y otros tantos binomios paradójicos.
De María se espera que acoja esta insólita noticia y que, sin más, la “incorpore” a su vida, éste es aquí el verbo justo: “su cuerpo empezó a sufrir transformaciones, había quedado encinta.
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El dilema de José fue la propia María: un misterio que no entendía y que aprendió a contemplar. Es “testigo”, como nosotros. Tuvo que fiarse para que naciera el niño, nuestro maestro.
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De modo que lo espiritual (el Niño) es el inesperado fruto de un trabajo contemplativo con el cuerpo (María) y de un trabajo contemplativo con la mente (José). La sagrada familia es nuestra permanente aventura interior: María, la creación; José, la consciencia; el niño, el fruto, la luz. Del encuentro entre cuerpo y mente nace el espíritu. El espíritu es como el niño, un torrente de vida impredecible.
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Mientras tanto ha empezado a brillar una estrella. Todo lo que nos pasa por dentro, por oculto o modesto que parezca, tiene una repercusión universal. Este es el sentido del alumbramiento de nuestro niño interior: colaborar a la iluminación general.
(Inspirado en el libro: Biografía de la luz, De Pablo d’Ors)