Lectura Espiritual
El objetivo es audaz: se trata de lograr la identidad de nuestro miserable corazón con el Sacratísimo de Jesús. Pero el objetivo corresponde exactamente a la definición tomista del amor, la unio affectus, la unión de los corazones. Modo de orar que intenta bucear en las profundidades del interior del Señor para que, conociéndolas, nos adhiramos a ellas. Entonces existirá la posibilidad de lograr una verdadera permanencia en el Otro, una fidelidad a toda prueba. Porqué la unión se ha realizado en el constitutivo más verdadero de ambos.
Este modo de orar exige un verdadero recogimiento. Quizá no llegue sino después de largos ratos de silencio frente al sagrario, o rumiando pacientemente algunas palabras de Jesús, o un misterio de su vida o algún acontecimiento de la nuestra: ¿Por qué, Señor, reaccionaste así? ¿Qué es lo que realmente te agrada, y lo que te desagrada? ¿Cómo puedo encontrar sentido en eso que me mandas? ¿Por qué quisiste enviarme tal contrariedad? Si se va dando más y más la sintonía de corazones, podemos decir no solo que nuestro mundo interior es de Jesús, sino que también su mundo interior -el Corazón de Cristo-, es nuestro. Nos pertenece entonces su misma Persona, y estamos en la esencia del amor: todo lo Suyo es nuestro, todo lo nuestro es Suyo.
El Catecismo de la Iglesia Católica dice que quien contempla ha de aprender el conocimiento interno del Señor. En el modo de orar meditativo -el modo previo al contemplativo- se sugiere responder a la pregunta: Señor, ¿qué quieres que haga? En la oración del corazón que propone el Crisóstomo se nos invita a dar el paso definitivo, haciendo que le preguntemos a Jesús: ¿Cómo sientes Tú, Señor, para que sienta yo contigo?
Dice la crónica que cuando Tomás de Aquino concluyó la sección de la Suma Teológica dedicada a la Verdad divina, se le apareció Jesús y le dijo: Bien has escrito de Mí, Tomás; ¿qué quieres que te conceda por ello? El Santo respondió: Nihil nise Te, Dómine. “Nada sino Tú, Señor”. Su respuesta no solo es piadosa, sino definitiva. No nos conformemos con menos. Nosotros queremos poseer lo valioso y lo real, pero, ¿qué es lo que en realidad podemos poseer? ¿El objeto que nos agradó, que adquirimos y llevamos a casa? ¿Lo poseemos en verdad? Podemos usarlo e impedir que otra persona se lo apropie pero, ¿es realmente nuestro? No, cuando mucho tenemos su uso. Podemos perderlo, o puede estropearse o desaparecer y, en último término, tendremos que abandonarlo un día con la muerte. Propiamente no lo poseemos, sencillamente lo retenemos un cierto tiempo. Pero eso no ocurre cuando los corazones se unen y se llega a la verdad de las palabras definitivas: mío, tuyo.
La unidad radical no puede darse entre personas y cosas: siempre queda una distancia, una separación. Algo análogo ocurre entre una persona humana y otra. Intentamos estar plenamente unidos a alguien, pero ¿es esto posible? Ciertamente podemos ganar su confianza, recibir su cariño, estar sujetos a él o a ella con lazos de fidelidad, de justicia, de entrega. Sin embargo, en último término, queda siempre una barrera infranqueable. Solamente Dios, el verdadero y máximamente comunicable, el Ser por excelencia, el Santo y el Altísimo, es capaz de darse totalmente al hombre, y solo Él puede recibirnos en nuestra totalidad. Poseer y dejarme poseer es toda la esencia del amor, tal como expresó Jesús en el misterio de su amor infinito en su oración al Padre: Todas mis cosas son tuyas y todas las tutas son mías, y así expresó en esa misma ocasión el anhelo supremo de su amor por los hombres: Yo en ellos y Tú en Mí, para que sean consumados en la unidad. Sólo Él puede ser en verdad nuestro, y solo de Él podemos ser nosotros. No así las cosas, ni las personas humanas, ni siquiera nosotros mismos. Lo decía en frase redonda Margarita de Alacoque: “Llevo siempre conmigo al corazón de mi Dios y al Dios de mi corazón”. Únicamente en Dios es posible la unión interior que sacia todo anhelo.
Ricardo Sada; Consejos para la oración menta