Una mirada artística a l’Evangeli del Diumenge, un gentilesa de l’Amadeu Bonet, artista.
Lectura Espiritual
EL RICIO EPULÓN Y EL POBRE LÁZARO (Lc 16,19-30)
El infierno es el aislamiento
Dos hombres frente a frente. El primero es rico y celebra espléndidas fiestas. El segundo, por contrapartida, es pobre y mendiga. Pero hay diferencias. El primero está solo, no hay nadie celebrando esas fiestas espléndidas. Ese aislamiento es su infierno, el infierno es el aislamiento. Al segundo, en contraposición, le acompañan unos perros, que lamen sus heridas. Los animales saben muy bien lo que es bueno; y ese cuidado animal -esa compañía tan especial- ya es en cierto sentido el cielo. Hay otra diferencia, más importante aún. El rico, no tiene nombre. Del segundo sabemos que se llama Lázaro, el único nombre propio de las parábolas de Jesús.
Entre un hombre y el otro, el pobre y el rico, se abre -según este evangelio- un abismo insalvable: el que va de la vida a la muerte. Ese abismo insalvable es la conciencia. El rico Epulón ha poseído toda clase de bienes: no ha hecho experiencia del vacío, sin la que no hay posible comunión. El pobre Lázaro, una vez más por contraposición, ha carecido de todo y, por eso -porque a lo largo de su vida ha hecho espacio-, ahora puede recibirlo todo.
Lázaro ha sufrido: ha atravesado la sombra que lleva a la luz. Epulón, por su parte, no ha hecho más que festejar y embotarse los sentidos. Entre ellos hay un abismo: no podemos echar la mano atrás y cambiar el pasado a nuestro antojo.
Aquí se habla de la inutilidad de los bienes de este mundo, de cara a lo que de verdad importa; de la seriedad de lo que tenemos entre manos -que no es indiferente o banal, sino precisamente definitivo-; y, sobre todo, de la urgencia del despertar: mira quién está echado en tu portal, mira a quién le cae lo que cae de tu mesa de rico, no esperes a morir para echar una mirada al seno de Abraham.
En realidad, hay un pobre Lázaro, hambriento y olvidado, dentro de cada uno de nosotros. Nosotros creemos que el mundo es sólo de Epulón, ignoramos a Lázaro como si no existiera. Este Lázaro de la parábola, cubierto de llagas, nos recuerda demasiado a Jesús, a quién también expulsaron del banquete de este mundo.
Por si todo esto fuera poco, después de haber vivido ignorando al pobre Lázaro, el rico Epulón (esto es típico de los ricos) se permite enmendarle la plana a Dios. Le reprocha que no ha hecho bien el mundo. Le pone una reclamación, dado que ahora ni siquiera se le permite mojarse los labios para encontrar cierto alivio. Epulón no se está lamentando por haberse olvidado de Lázaro, sino porque piensa -y lo dice abiertamente- que él habría hecho el mundo mucho mejor que el mismo Dios.
En los últimos versículos de la parábola llega a pedirle a Abraham que envíe a otros emisarios a la tierra, para que se despierten a la verdad quienes todavía viven dormidos. Al rico Epulón le parece que Dios no ha sido lo bastante claro. Que habría tenido que brindarnos una gran demostración de su divino poder para que todos cayesen rendidos ante Él. Para que de una vez por todas se acabara el misterio y se instaurara la evidencia.
Los sobrados, los soberbios, tienen de todo y encima se quejan. Todo lo que tienen es justamente lo que les ciega y, en definitiva, se quejan porque han tenido tantas cosas que no han podido ver. Quienes tienen poco, en cambio, suelen ser agradecidos. Por ser tan poco lo que han tenido, han podido verlo y ver también lo que tenían -o no tenían- los demás.
¿No podríamos sentar a nuestro rico Epulón y a nuestro pobre Lázaro en la misma mesa? Porque a los dos los tenemos dentro. ¿No estamos aún a tiempo de que conversen los dos, de que vean que no son dos?
Pablo d’Ors, Biografía de la luz