Diumenge II d’ADVENT / C / 2021

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Lectura espiritual

EL PADRE (3). Todo es uno y ese uno es amor

 Padre nuestro que estás en los cielos, SANTIFICADO SEA TU NOMBRE; VENGA TU REINO; HÁGASE TU VOLUNTAD así en la tierra como en el cielo. Nuestro pan cotidiano dánoslo hoy; y perdónanos nuestras deudas, así como nosotros hemos perdonado a nuestros deudores; y no nos dejes caer en tentación, más líbranos del mal. (Mt 6,9-13)

 Aclarado el horizonte y sentido de la oración (Padre –esto es, Dios-, y nuestro -humanidad-), esta plegaria dibuja la trayectoria y los efectos de la meditación. Vamos a verlo.

Lo primero es santificar el nombre, es decir, adorar o rendir culto a Dios. Santificar significa reverenciar, postrarse en señal de respeto, inclinarse ante el misterio. Al inclinarme, mi cuerpo le informa a mi alma de cómo en ese momento no pretendo comprender, y mucho menos manipular, sino simplemente reconocer y agradecer. Reconocer y agradecer es siempre la actitud más sabia ante la realidad.

Los meditadores cristianos adoran mediante la meditación de un mantra, con frecuencia el nombre de Jesús o la palabra Maranathá (entre otros mantras posibles). Tener un nombre para Dios, por definición el innombrable, nos da la posibilidad de dirigirnos a Él. Claro que no se trata de un nombre cualquiera o inventado, sino de un nombre que se nos ha dado: Padre es el nombre que da Jesús, posibilitando de este modo que su misterio nos resulte más accesible.

Ahora bien, quien se hace accesible se hace también vulnerable. Es lo propio y lo arriesgado de una relación: que lo que una parte diga o haga, o simplemente lo que sea, influye en la otra. Al nombrar a los animales -tal como se cuenta en el Génesis-, Adán los incluye en su mundo. Al nombrar a Dios -tal como Jesús invita a sus discípulos-, incluimos a la divinidad en lo humano. Pero hay una diferencia: aunque todas las personas tengamos un nombre, lo cierto es que todavía no somos ese nombre del todo. La fractura entre lo que somos de hecho y nuestra voz interior -aquello que estamos llamados a ser- no está del todo salvada. En Dios, en cambio, el nombre y su persona coinciden. Él es plenamente su nombre y, por eso mismo, a la hora de definirse, puede decir, simplemente: “Yo soy”. Para Él no hay diferencia entre el yo y el soy, el yo es soy. Ser en acción presente es su identidad. Dios es lo que es, por eso podemos encontrarlo. Sin Él, con lo que nos encontramos es con que no somos. Es muy difícil vivir sin ser, es una contradicción que nos hace sufrir lo indecible.

Lo extraordinario del camino místico es que santificando su nombre es como encontramos el nuestro. Su nombre es la llave mística que abre el mundo, también el mundo de nuestra identidad. Así que el nombre es la puerta del Reino.

(Inspirado en el libro: Biografía de la luz, de Pablo d’Ors)