Una mirada artística a l’Evangeli del Diumenge, un gentilesa de l’Amadeu Bonet, artista.
YO SOY LA PUERTA (Jn 10,1-9)
Un maestro de verdad nunca se apunta a sí mismo
Encontrar un gran amor es posiblemente lo mejor de cuanto puede brindarnos la vida. No ya porque de este modo encontremos a una persona que nos quiera y a quien querer, sino porque gracias a esa persona amada llamamos la puerta para amarlo todo. Ésta es la cuestión: no podemos amarlo todo (que es lo que deseamos) más que amando algo o a alguien a fondo. El ser amado no es la casa, sino una puerta para entrar en casa.
Encontrar un gran maestro es tan maravilloso y capital en la vida de un hombre como encontrar un gran amor. No se da uno cuenta de hasta qué punto estaba necesitando un maestro hasta que de hecho lo encuentra. Porque un maestro -como un amor- es una puerta para amarlo todo, para aprenderlo todo, para ser el discípulo -el hijo- que estamos llamados a ser. Nada necesitamos más que un padre, que un origen. Y necesitamos también de un camino o de un maestro que nos lo muestre y que nos conduzca hasta él.
De todas las definiciones que Jesús da de sí mismo (Yo soy el pan de vida, yo soy la luz del mundo, yo soy el buen pastor…), quizá sea esta -la puerta- la más indicada para adentrarse en estas metáforas de su identidad.
Una verdadera metáfora nunca se acaba, es como un pozo del que siempre es posible sacar agua. Así sucede con Jesús, como metáfora de Dios, o con la luz como metáfora de Cristo. Y así sucede también con la metáfora puerta. Jesús dice que él es la puerta, aunque no se trata, ciertamente, de una puerta cualquiera. Él es la puerta del redil, es decir, la puerta del lugar donde hay vida y protección. Fuera del redil de la vida reina la confusión y la muerte. Por eso mismo, quienes no entran por esa puerta están necesariamente fuera de ese reino de cuidado y atención. El camino es un lugar de tránsito, la puerta es el lugar del pasaje. Un maestro de verdad nunca se apunta a sí mismo. La puerta no invita a quedarse en ella, sino a entrar en el edificio del que forma parte. Jesús (la puerta) forma parte de la casa (el Padre, el Reino, el amor).
La puerta como símbolo, nos habla de la posibilidad de acceder al mundo espiritual. Pero también nos sitúa ante la necesidad de optar entre pasar al otro lado o quedarnos fuera. Por eso mismo, toda búsqueda espiritual es necesariamente un itinerario, un proceso. La práctica meditativa ayuda a conocer y saborear Su cercanía, a descubrir Su misteriosa ausencia como una buena noticia. Él está a la puerta, en el umbral entre la atención y la distracción.
Mira que estoy llamando a la puerta. Si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo (Ap 3,20). Son frases alentadoras, que estimulan la búsqueda. Pero en la Escritura también las hay -y muchas- amenazantes y hasta terribles: las vírgenes que estaban preparadas entraron con él a la boda y se cerró la puerta. Más tarde llegaron también las otras diciendo: ¡Señor, Señor, ábrenos! Pero él respondió: os aseguro que no os conozco (Mt 25,10-12; Lc 13,25). De hecho, Jesús advierte que esa puerta es estrecha, pues exige conversión para poder traspasarla.
Nos pasamos la vida -a veces toda ella- buscando una puerta que nos conduzca a la felicidad. Hay quienes encuentran esa puerta tras mucho buscarla, o incluso sin buscarla demasiado. ¿Ha llegado para ellos el instante de la dicha? No, todavía no, puesto que lo más habitual es que esa puerta se encuentre cerrada cuando se llega a ella. Al principio llamamos con los nudillos, con suavidad y educación. Más tarde la golpeamos con fuerza, al comprobar una y otra vez que somos ignorados. Nuestro descorazonamiento llega a tal punto que hasta nos planteamos echar la puerta abajo, desvencijar la cerradura… porque no parece que haya forma humana de que se abra. No la hay. Y nos desesperamos. Finalmente, rendidos a la evidencia, nos sentamos frente a esa puerta y empezamos a mirarla, aunque por sí misma no tenga el menor interés. Registramos entonces en nuestro corazón los sentimientos más variados: rabia, aburrimiento, esperanza, resignación…
Sólo hay una forma para que esa puerta se abra (o al menos así fue como se abrió para mí): sentarse frente a ella y decidir que no te moverás de ahí el resto de tus días, pase lo que pase. La puerta se abre cuando aceptas estar ante ella, aunque no se abra.
Cuando traspasas el umbral (el umbral de la contemplación), descubres algo sorprendente: lo que hay al otro lado… ¡es lo mismo que hay en este! No ha cambiado nada, eres tú quien ha cambiado. Has pasado del pensar al percibir, del hacer al ser. Haces cosas, pero podrías no hacerlas y sería lo mismo. Eso, sin embargo, hace que todo sea muy diferente.
Pablo d’Ors, Biografía de la luz