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Lectura espiritual
El apóstol san Pablo coloca la oración por encima de todo: “recomiendo primero de todo que se hagan oraciones”. Al cristiano se le piden muchas buenas obras, pero la obra de la oración queda por encima de las demás, ya que sin ella, nada bueno puede cumplirse.
Sin la oración frecuente no se puede encontrar el camino que lleva al Señor, no se puede conocer la verdad, no se puede crucificar la carne con sus pasiones y sus deseos, el corazón no puede sentirse iluminado por la luz de Cristo y unirse a él en la salvación.
Y digo frecuente, porque la perfección y la corrección de nuestra oración no depende de nosotros, como también dice el apóstol san Pablo: “No sabemos qué hemos de pedir”. Solo la continuidad nos ha sido dejada como medio para conseguir la pureza de la oración, que es la madre de todo bien espiritual.
Una cosa que a menudo no se dice en los libros referentes a la oración de Jesús y que enseñan sobre todo los que la practican, es la experiencia del silencio.
Recuerdo que un día me encontré con una viejecita que rezaba el rosario desde hacía muchos años y que me hizo esta pregunta: “¿Las “Avemarías” las he de recitar con los labios? Porque me parece que, desde que me despierto por la mañana, ya siento que mi corazón reza el Ave María”.
Cuándo uno descubre así el corazón de la oración no se pueden dar consejos precisos, mira de hacer lo que puede, y comprende lo ridículos que son nuestros propios deseos y esfuerzos, y se deja llevar por la ola de la oración… y que pase lo que pase. Entonces es muy necesario el espíritu de infancia espiritual para soportar aquella inundación ya que es precisamente este espíritu el único que se deja llevar fácilmente por aquella cosa que le sobrepasa y de la cual se alegra, aunque no entienda nada.
Por eso hay que introducir el silencio en la invocación. Invocad el nombre de Jesús, y paraos un instante para que el silencio os penetre e interiorice vuestra oración.
La relación del silencio y de la palabra es la relación del Espíritu y Cristo. “Os conviene que me vaya”… “para que os envíe otra presencia espiritual que os hará interiores a mí”. El silencio es el interior de la verdadera Palabra y del Logos, es el Espíritu que desciende sobre Cristo para revelárnoslo, es la relación entre la Paloma y el Cordero.
Hay una palabra racional y lógica, es la palabra sin silencio. Hay la Palabra del Logos; ahora bien, el Logos está unido al Espíritu Santo y a que la unción del Espíritu reposa sobre Cristo.
El Espíritu es el silencio de Cristo que es en cierta manera un silencio de amor y de comunión. El Padre y el Hijo se unen en un silencio mutuo que es el abrazo del Espíritu: “Tú eres mi Hijo, el amado, en quien me complazco”.
La clave de la liturgia es la de hacernos entender el silencio, ahora parándose, ahora envolviendo con música el silencio. Igualmente la oración personal ha de voltear entorno de estos momentos de silencio: “El silencio es el lenguaje del mundo que ha de venir”. Entonces el hombre experimenta una cierta plenitud por el hecho de que la oración se infiltra en toda su vida para purificarla.
Caminar, respirar, trabajar, mirar las cosas más humildes -no digamos el rostro de nuestro hermano-, da un sentimiento de plenitud, una capacidad de estar presente en cada instante que pasa. Es la experiencia de la Resurrección en el tiempo.
Jean Lafrange: La oración del corazón