Una mirada artística a l’Evangeli del Diumenge, un gentilesa de l’Amadeu Bonet, artista.
Lectura Espiritual
PERDONAR LAS OFENSAS
Sufre el que no puede amar.
Señor, si mi hermano me ofende, ¿cuántas veces tengo que perdonarlo? ¿Hasta siete veces? Le contesta Jesús: NO TE DIGO HASTA SIETE VECES, SINO HASTA SETENTA VECES SIETE. (Mt 18,21-22)
La dificultas para perdonar es nuestro principal obstáculo para llegar a Dios. No perdonar a alguien es lo mismo que guardar rencor a Dios, quien de alguna manera puso a esa persona en nuestro camino y a nosotros en el suyo.
Como no es posible vivir sin experimentar alguna ofensa, todos -incluso el propio Jesús- tenemos heridas en nuestro corazón. Ésa es la mala noticia. La buena, por contrapartida, es que todas las heridas sin excepción, con independencia de su gravedad, pueden sanarse. No es preciso padecerlas de por vida. Existen caminos para curarnos por dentro. Dado que, mientras estemos en este mundo, sufriremos agravios y, aunque nos pese, seremos causa de algunos, el trabajo espiritual del perdón es permanente: durante toda la vida habrá que tender la mano y devolver bien por mal para así desbloquear definitivamente el camino que lleva a la plenitud.
Ante la ofensa, lo más habitual es la venganza, es decir, devolver mal por mal. La segunda salida ante la ofensa es la amargura, que es una forma de autocastigo. Nos la guardamos dentro sin ser conscientes de su carácter devastador. La herida supura, va empobreciendo el rostro, agriándonos el carácter y ofuscando nuestro entendimiento. Es lo que se llama el rencor, que se extiende sobre el alma como un cáncer. Yo soy la viuda, dicen. O: yo soy el exiliado, el huérfano, el enfermo… Como si el mal padecido fuera lo que mayormente les definiese.
Por fortuna hay un tercer camino: el perdón. Si no estamos reconciliados unos con otros, difícilmente podremos hacer la experiencia de Dios. El primer paso de este proceso es, evidentemente, querer perdonar: una intención que no puede tenerse en poco, sobretodo si la ofensa sigue activa. Lo primero es un acto de voluntad. Claro que la voluntad no basta por sí sola.
El reconocimiento de las heridas que la ofensa nos ha dejado -que es el segundo paso-, tampoco resulta sencillo. Al ver que estamos heridos, o bien lo negamos y escondemos o bien buscamos remedio. Hay situaciones que no pueden resolverse. Son las situaciones que requieren un trabajo espiritual. Una persona con una fe adulta no acude a la oración para solucionar sus problemas, sino para estar con Dios; pero lo cierto es que estar con Dios va disolviendo, más que solucionando, nuestros problemas. La contemplación nos ayda a mirarlos sin huir, a padecerlos con amor, que es el único modo en que pueden sanar.
El tercer paso es mirar amorosamente -no morbosamente- la herida que nos ha dejado la ofensa. Cuando emerge la sombra: tristeza, rabia, celos…, y experimentamos inferioridad, culpa, insatisfacción…, todo eso hay que mirarlo con amor, con impronta compasiva y benevolente. No condenar el rencor. Mirarnos como nos miraría Dios. Brevemente, porque no podemos caer en la tentación de empezar a ensoñar, cavilar o proyectar soluciones prácticas. De lo que se trata es de padecer los sentimientos que se presenten, por oscuros que puedan ser (no de reprimirlos). Perdonar no es quitarse la culpa, sino cargarla. Perdonar es ir disolviendo, a fuerza de amor, esa carga que se ha hecho propia. Se trata de, en nuestra consciencia, devolver siempre bien por mal, para poder actuar del mismo modo en la vida cotidiana.
El último paso del proceso del perdón es volver sin vacilar al presente, que es donde está la salud y la vida.
Cicatrizar las propias heridas es la primera obligación moral dado que sólo quien está sano puede dar salud a los demás. Sólo quien está bien puede dar el bien. Al sanar podremos volver a amar al ofensor. No poder amar a los demás: ésa es la gran herida.
Pablo d’Ors, Biografía de la luz
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