Lectura espiritual
8. EL PROFETA
Quien de verdad ve algo, lo ve todo
Había en Jerusalén un hombre llamado Simeón, hombre honrado y piadoso, que esperaba el consuelo de Israel y se guiaba por el Espíritu Santo. Le había comunicado el Espíritu Santo que no moriría sin antes haber visto al Mesías del Señor. Movido, pues, por el Espíritu, se dirigió al Templo. Cuando los padres introducían al niño Jesús para cumplir con él lo mandado en la ley, Simeón lo tomó en brazos y bendijo a Dios diciendo: ahora, Señor, según tu palabra, puedes dejar a tu siervo irse en paz, porque mis ojos han visto a tu Salvador, luz para alumbrar las naciones y gloria de tu pueblo Israel. El padre y la madre estaban admirados de lo que decía acerca del niño. Simeón los bendijo y dijo a María, la madre: Mira, éste está colocado de modo que todos en Israel caigan o se levanten, SERÁ UNA BANDERA DISCUTIDA y así quedarán patentes los pensamientos de todos. En cuanto a ti, una espada te atravesará el alma. (Lc 2,25-35)
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Esto es lo que he estado esperando ver toda la vida. Fue un chispazo fulminante, algo así como un éxtasis. Quizás ninguno de nosotros haya experimentado una iluminación así. Pero hemos tenido momentos tan plenos que nos han llevado a pensar que todo lo vivido hasta entonces había valido la pena, aunque solo fuera para aquel instante.
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La iluminación de Simeón no fue una mera revelación interior. Este sacerdote pudo ver, quizá por primera vez en su vida, lo que tenía delante. Todo camino espiritual busca arrancar los velos que nos impiden hacernos cargo del esplendor de la realidad. Ver bien algo o a alguien es distinguir su fondo, y el fondo de todo y de todos es eso que los creyentes llamamos Dios. Pues eso fue, precisamente, lo que aquel hombre vio en el niño que le estaban presentando: a Dios.
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¿Y qué sucede cuando se ve a Dios en alguien o en algo de este mundo? Que se reconoce que esa luz de la que se disfruta no puede ser sólo para uno. Ninguna luz puede ser privada. La verdad nunca es excluyente. La inclusión es, precisamente, el criterio de la verdad. Más aún: quien de verdad ve algo, lo ve todo.
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Esta criatura será una bandera discutida, un signo de contradicción. Para nosotros las cosas suelen ser blancas o negras, buenas o malas: no concebimos que en el fondo del mal se esconde el bien y viceversa. Todo esto suele parecernos muy sutil y abstracto, pese a que sabemos cómo nos ha hecho sufrir lo que tanto hemos amado, o cómo nos ha ayudado haber pasado por el dolor y la devastación.
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Cristo viene al mundo como signo de contradicción. El Cristo que tenemos dentro es signo de contradicción, es decir, suscita incomodidad, puesto que destapa nuestra polaridad y nuestra permanente lucha interna. Es bandera discutida porque pone a las claras que no siempre estamos bien, que no es oro todo lo que reluce, que a veces vivimos tan por debajo de nosotros mismos que apestamos.
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Contradicción porque este niño pequeño será muy grande. Porque viene a sembrar la paz, pero traerá guerras. Porque es el Señor, pero actuará como siervo. Porque su fuerza se manifiesta en la debilidad. Signo de contradicción porque destapa nuestra propia contradicción: deseos mundanos que conviven con anhelos espirituales, cielo y tierra indisolublemente unidos.
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Nosotros habríamos preferido que todo fuera ordenado y perfecto. Habríamos preferido vivir sin problemas, ser buenos y ya está. ¿Quién puede decir que ha domesticado sus contradicciones más íntimas? ¿O que vive solo para el amor, sin dolor? ¿O que ya no se busca a sí mismo, aun en medio de la actividad más altruista o desinteresada?
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No se puede vivir sin que una espada nos atraviese el alma. El verdadero conocimiento es aquel que estigmatiza, escuece y cura al mismo tiempo. Siempre hay un antes y un después de esta experiencia del alma atravesada por un puñal. Si esto te sucede no es para que se quede en ti, sino para que ilumine a los otros.
(Inspirado en el libro: Biografía de la luz, De Pablo d’Ors)