|
Lectura espiritual
¿Cómo habría podido el hombre arrancarse del pecado y amar a Dios con todas sus fuerzas, si nunca hubiese entrevisto a Dios como a mendigo de amor? El Señor nos manda amarlo con todo nuestro corazón y con todas nuestras fuerzas.
Pero ¿cómo podemos amar a aquel que no hemos visto nunca? ¿cómo se aprende un amor así? Nosotros conocemos al Señor por su acción en el alma que sabe quién es el Huésped que entra en ella; y cuando el Señor vuelve nuevamente a la sombra, ella le desea y le busca desecha en llanto.
¿Qué pasa cuando los ojos del hombre se abren ante este rostro del Dios loco de amor? Su visión del mundo cambia, un poco como san Pedro cuando Cristo lo mira durante la Pasión (Lc 22:62).
Recibe al mismo tiempo, dice el P. Molinié “la revelación de corazón de Cristo y la del propio pecado. Comprende que su traición no tiene como fecha aquella madrugada, sino que no ha cesado de hacer sufrir a Cristo a lo largo de su vida en común. El pecado de Pedro consistía precisamente en ignorar por su culpa el rostro más grande y precioso de Cristo. Le era imposible descubrir este rostro si no descubría que lo rechazaba desde el fondo de su corazón, que no quería bajar hasta allí para perderse en la adoración como el discípulo que Jesús amaba y que reposa su cabeza en el pecho de Jesús”.
Contemplando la conversión de Pedro, comprendemos vivamente el cambio que se realiza en todos los convertidos. La decisión no viene de ellos sino de una iniciativa de Dios que les revela la ternura de su rostro.
Así, la gracia de la conversión no es primariamente una gracia de fuerza sino de luz -una luz que no podemos fabricar nosotros mismos-. Dios no nos pide que la fabriquemos sino que la acojamos y que nos dispongamos esperando y anhelándola: tal es la fidelidad de los que velan esperando la visita del amo.
Obtendremos la gracia de esta visita a medida que aceptemos tener necesidad, cada vez más dolorosamente. Y aquí reencontramos la oración continua de súplica para que Dios quiera enternecerse.
Así, toda conversión es pasivamente activa: es una gracia que desciende sobre nosotros, una luz imprevista e imprevisible por la cual uno se deja prender hasta la juntura del alma y del espíritu.
Las lágrimas sobre los pecados pasados ya no son más inquietudes o temores. Vemos que hemos rechazado el amor y que este mismo amor se nos ofrece nuevamente, ahora más que nunca.
Nos hemos preferido a Dios y esto nos tiene desgarrado el corazón. Cada vez que esto sucede, incluso en el leve pecado cotidiano, al final del camino, hay las mismas lágrimas.
.Jean Lafrange: La oración del corazón
Per publicar un comentari heu de iniciar sessió.