Sagrada Familia / C / 2018

Palabra de Dios

Leer la Hoja Dominical

 

 

Lectura espiritual

Ahora nos preguntamos: ¿el camino de la oración continua está vedado a aquellos que no se han sabido dar totalmente al impulso que anima una vocación a la santidad? O ¿este camino está cerrado a los pecadores o a los enfermos que experimentan su debilidad? Esto sería doblemente falso:

 Primero porque el campo de nuestras intenciones profundas es inconsciente, y nadie nunca no puede saber “Si es digno de amor o de odio”. El fondo del corazón del hombre es impenetrable, dice el salmista.

Segundo porque la oración es ofrecida a los peores pecadores como un recurso universal al que todos están invitados, y es a ellos, los primeros a los que Cristo recomienda rezar sin parar y no cansarse nunca. No se puede comulgar sin una intención recta, y sin la esperanza fundada de estar en amistad con Dios, pero para rezar ni siquiera la fe es necesaria, ya que es por la oración que se nos da.

Así pues, hay que retomar lo que decíamos al principio. Es el fondo de nuestro corazón el que se ha de convertir; si no rezamos es debido a nuestro corazón de piedra o nuestro cuerpo de muerte. No podemos saber a qué profundidad se sitúa nuestro deseo de Dios, ni en qué medida queremos sinceramente darlo todo, pero siempre podemos tomar este don total y profundo como el bien esencial que pedimos en la oración. No podemos saber si lo hemos dado todo,  incluso con la impresión de estar muy lejos, más aún, con la peligrosa impresión de que ya lo hemos hecho, podemos pedirlo y pedirlo sin parar… o pedir de pedirlo sin parar: pedir que la oración nos invada como una inundación.

Lo importante en esta cuestión es la perseverancia, fruto visible y casi inefable de la profundidad de nuestros deseos. Es por eso que los teólogos hacen notar que la perseverancia es una de las cualidades esenciales de la oración siempre atendida. Las otras cualidades coinciden en definitiva en pedir esta invasión de la oración perpetua.

No podemos saber qué vale el fondo de nuestro corazón, pero podemos saber claramente que significa la perseverancia para que nos esforcemos en practicarla y verifiquemos si realmente lo hacemos.

La perseverancia no consiste en ignorar los desfallecimientos ni tan solo los periodos de infidelidad, todo y que, evidentemente, tenga tendencia a hacerles resistencia. La perseverancia consiste esencialmente en reprender incansablemente el camino, pase lo que pase, después de cada tempestad o de cada periodo de cansancio. Es la paciencia de la araña que recomienza indefinidamente su tela cada vez que la ve destruida. Es una tenacidad secreta, íntima y flexible, a las antípodas de la tozudez de la rigidez o del entusiasmo. Es una virtud profundamente perseverante que no se descorazona nunca. Es, en cambio, el orgullo el que se descorazona, y solo él.

Pero, ¿qué se puede hacer si uno se siente orgulloso? Reconocer que hay dos hombres en nosotros, y liberar por la oración el hijo de Dios que es humilde. Desde que un orgulloso empieza a orar con rectitud i, sobretodo, si pide la humildad, ya ha dejado de ser orgulloso. Que persevere en este esfuerzo, y ganará infaliblemente la partida. Y que el retorno más o menos frecuente de sus excesos de orgullo no lo descorazone: esta tenacidad en la esperanza será el más poderoso y el más eficaz de sus actos de humildad.

 

Jean Lafrange: La oración del corazón