PENTECOSTÉS / B / 2021

 

 

Lectura espiritual

9. EL PELIGRO

Proteger y promover nuestro tesoro

Un ángel del Señor se apareció en sueños a José y le dijo: LEVÁTATE, TOMA AL NIÑO Y A LA MADRE, huye a Egipto y quédate allí hasta que te avise, porque Herodes va a buscar al niño para matarlo. Se levantó, tomó al niño y a la madre todavía de noche y se refugió en Egipto, donde residió hasta la muerte de Herodes. (Mt 2,13-15)

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El Antiguo Testamento ayuda a entender el Nuevo, porque el pasado ilumina el presente. Como José, por ejemplo, en relación con ese otro José del libro del Génesis, arrojado, por sus propios hermanos, a un pozo en medio del desierto. Toda la historia de la salvación comienza cuando alguien entra en lo más profundo y oscuro de sí mismo, pues eso es lo que representa el pozo.

Gracias a esta experiencia de perdición y oscuridad -cercana a la muerte-, podrá José, más adelante, interpretar los sueños del faraón, es decir, tener luz para comprender lo más hermético y arcano. Las analogías con la historia de Jesús no son difíciles de extraer.

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El segundo José, el de Nazaret, también tiene sueños. Este sueño en particular ha sido bastante explícito: ¡levántate! Es una interpelación urgente y necesaria, puesto que en la vida estamos a menudo postrados o abatidos por algún revés.

En el sueño se le ordena a José a tomar al niño (es decir, nuestro fruto, nuestra misión), tomar también a la madre (es decir, a nuestro maestro o a nuestra tradición) y partir. A salir de la propia tierra. A escapar de lo consabido. A desinstalarse y a comenzar de nuevo.

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Pero no se trata de un punto y aparte, sino de un punto y seguido, puesto que José debe llevarse consigo al niño y a la madre. Es nuestro futuro y nuestro pasado lo que también nosotros hemos de meter en la mochila si deseamos emprender el camino: lo que hemos recibido y lo que vamos a dar, la tradición y la renovación, la fidelidad y la creatividad; y con eso, partir rumbo a lo desconocido.

El problema radica en que casi todos preferimos quedarnos donde estamos. ¿No es mejor lo malo conocido que lo bueno por conocer? Esta actitud inmovilista, tan extendida, es letal para la vida espiritual. Si José no hubiera obedecido a su sueño y no hubiera emigrado con su familia, el resultado hubiera sido el homicidio del niño. Los inocentes mueren si no escapan del peligro. Nos morimos si no introducimos periódicos éxodos en nuestras vidas.

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Quien no huye de lo convencional, pone en grave peligro su alma, su singularidad. Los muchos reyes Herodes de este mundo acaban normalmente con él. Ante el nacimiento de un nuevo rey, Herodes teme ser suplantado. El ego siempre teme ser desplazado por el verdadero yo. De ahí su pelea a brazo partido, y de ahí también su incansable resurgir de sus cenizas.

Hasta ahora todo había ido muy bonito en la infancia de Jesús, poblada de ángeles y anunciaciones, magos y estrellas, mujeres que se quedan embarazadas y pastores que cantan villancicos. El nacimiento del héroe, sin embargo va siempre acompañado de amenazas de muerte. No puede ser de otra manera: no hay esperanza que se habrá sin que antes o después sea amenazada, puesto que siempre hay quien duda, quien no quiere, quien tiene otra propuesta… Siempre hay alguien que lucha para que todo quede como está.

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El nacimiento de nuestro niño interior siempre es peligroso. ¡Un niño me desplazará y se reirá de mí! Eso es lo que todos pensamos cuando somos Herodes. ¡Qué destino más miserable el de los reyes de este mundo, eternamente amenazados por sus enemigos! ¡Qué tragedia la del poder, por todos admirado y repudiado al mismo tiempo!

Los inocentes mueren porque el ego es amenazado. Todo lo que hay de inocente dentro de nosotros es arrasado en cada acto de autoafirmación. Devastamos nuestra inocencia primordial. Preferimos la seguridad, y la seguridad es siempre la puerta de la muerte.

(Inspirado en el libro: Biografía de la luz, De Pablo d’Ors)