Jesucristo, Rey del mundo / C / 2019

Leer la Palabra de Dios

Leer la Hoja Dominical

 

 

Lectura Espiritual

Una clave para saber si conversamos o no, es advertir si escuchamos o no. Conversar es hablar pero también escuchar. Teresa de Lisieux estaba convencida que “nuestro Señor no hablaba más que a sus discípulos con sus enseñanzas y con su presencia sensible, de lo que hoy nos habla a nosotros con las inspiraciones de su gracia”. Hasta sería válido suponer que Dios desea, cuando vamos a orar, que ante todo lo escuchemos. Al fin y al cabo, lo que tenemos que decirle -sin duda le gustará oírlo-, ya lo sabe. Por eso es doblemente valiosa la apertura a su voz. Habla, Señor, que tu siervo escucha, dijo el profeta; y no, por el contrario, “escucha, Señor, que tu siervo habla”. Damos por supuesto que Él escucha. Lo que no está claro es que nosotros siempre escuchemos.

Muchas obras musicales se inician por un preludio. Es el momento lúdico, el pre juego que sirve para que el ejecutante logre el tono de la obra que comienza a tocar. Después vendrá la sincronización y, al cabo, el tema central. A la oración no vamos tanto a tocar, a decidir, a ejecutar; vamos prioritariamente a recibir, a escuchar. Y eso no es tarea fácil; primero tenemos que sintonizar, y lo que comenzamos a percibir quizá no sea aún el tema central de la sinfonía. Poco a poco podremos ir logrando la disposición anímica acorde con lo que Dios quiere decirnos. San Bernardo encomia a quien, orando, advierte al hablar de Dios: “Dichosa el alma a que en el silencio posible percibe las notas del susurro divino, repitiendo frecuentemente aquello de Samuel: Habla, señor, que tu siervo escucha”.

Orar es amar, y el amor es don y acogida. La oración, que es un don del Amor infinito de Dios, exige por nuestra parte una acogida. Esta tiene que ser una actitud de reciprocidad amorosa. Actitud que exige especial quietud y sosiego. Y paciencia, porque “orar no es oírse hablar uno a sí mismo; es quedarse en silencio y esperar hasta que el orante oiga a Dios”, aseguraba Kirkegaard. Antonio Machado da una pauta del amor humano aplicable al divino: “Tienes un callar que se escucha sólo con el alma”. Sí, Dios habla con elocuentes silencios, con una “música callada” que enseña sin palabras.

Ahora bien, ¿cómo se escucha a Dios? ¿Cómo saber si realmente aquello que me parece percibir es exactamente lo que Él quiere de mí? El Catecismo habla de “movimientos que agitan el corazón”. Sí, pero ¿serán los movimientos del corazón que ahora me invaden el eco de la voz divina, o provendrán de mi caos interior de confusión y miseria? ¿O del mundo, e incluso del demonio?

Tendremos que confiar, sabiendo que la intención pura y el deseo sincero de conocer el querer de Dios harán que Él se encuentre empeñado en manifestarse. En cualquier caso, hay ciertas luces indicadoras que impiden el descamino, por ejemplo, cuando la respuesta parece decantarse en la dirección de la humildad, del amor al prójimo o del propio renunciamiento. Si lo que parece que Dios me contesta toma cualquiera de estas tres andaduras, es posible que esa sea su respuesta. Porque las respuestas falsas que podrían provenir del mundo, del demonio o de la carne herida, no empatan ni con la cruz -desconocida para el mundano-, ni la humildad -el diablo no sabe qué es-, y el amor al prójimo y a Dios conjura el riesgo de amarme desordenadamente.

Ricardo Sada; Consejos para la oración mental