Domingo V de Pascua / C / 2019

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Lectura Espiritual

Al llegar a este punto soy muy consciente que el discurso sobre la oración es siempre torpe, pero la ausencia de discurso hace dudar de la realidad de los sentimientos que buscan elevarse hacia Dios. Soy consciente de las ambigüedades y los vericuetos de la oración.

Después de muchos años hablando de la oración, sé muy bien que es una cosa muy diferente de lo que digo con palabras insuficientes, con el riesgo de recomenzar siempre las mismas fórmulas.

Las ciencias humanas pueden explicarme, con resultados muy precisos, el mecanismo de mi oración, pero no pueden reducir a polvo aquel hálito vital que es mi razón de vivir y el gozo de orar de tantos hombres y mujeres que he encontrado bajo cielos diversos.

Solo el poeta habla bien de éste más allá de la oración y, como san Juan de la Cruz, nos introduce en otro universo -el de la noche- porque es el que da relieve y libera de un mundo opaco.

Toda palabra sobre la oración, como toda música o todo poema, es finalmente una invitación al más allá del silencio. Los mejores libros sobre la oración han de desembocar en la adoración de quien es incomprensible e inefable: “El que el ojo no ha visto nadie ni la oreja ha sentido, ni ha entrado nunca en un corazón de hombre” (1C 2:9).

Los que experimentan esta oración misteriosa (y que no saben hablar de ella) tienen ganas de decir a los teólogos psicoanalistas que descifren las ambigüedades de la oración: dejadnos orar silenciosamente; no orar en virtud de una iniciativa personal, sino llevados por la oración de Otro que parece que se escapa singularmente, porque os cerraría la boca definitivamente como la de Job. Una oración así es, como decía san Pablo “escándalo para los judíos, y necedad para las otras naciones” (1C 1,23).

Mientras se habla de las cosas humanas como estas de las que hemos hablado, podemos creer todavía en la importancia de lo que se ha dicho; pero, por lo que hace a Dios y a la oración del Espíritu en nosotros, lo interesante es lo que no se dice, lo que no se ve, lo que no se sabe.

Esta zona impensable ya no es objeto de reflexión sino de contemplación, una especie de interrogación, de largo grito silencioso: “¿Dios mío, quién eres?” o aquel grito de santo Domingo: “¿Qué será de los pecadores?”. Un sacerdote de Roma pedía a san Benito Labre qué podía decirle sobre el misterio de la Trinidad, y éste, llorando, balbuceaba: “La Trinidad, no lo sé… no lo sé… ¡pero es grande… muy grande!”.

Habría que hablar de esto como lo han hecho los Padres de la Iglesia, o san Juan de la Cruz o santa Teresa de Ávila para que digamos algo que valga la pena. Aunque decían cosas muy bellas se apresuraban a olvidarlas y miraban hacia otro lado. Y era precisamente por eso que decían cosas tan bellas.

Toda palabra sobre la oración nos guía al lindar del misterio, allí donde ya no hay más caminos trazados y donde solo el Espíritu nos hace escrutar el secreto de profundidades divinas. “Nosotros no hemos recibido el espíritu del mundo, sino el Espíritu que viene de Dios, para que conozcamos los dones con que Dios nos agracia. Y no hablamos con un lenguaje aprendido de la sabiduría humana, sino que lo hemos aprendido del Espíritu, adaptando términos espirituales a realidades espirituales” (1C 2:12-13).

Jean Lafrange: La pregària del cor