Domingo III de Cuaresma / C / 2019

Leer la Hoja Dominical

 

 

Lectura espiritual

Cuando el Espíritu ha establecido su morada en el corazón del hombre, es evidente que uno ya no puede distinguir entre amor a Dios y amor al prójimo, oración y caridad fraterna; estas dos realidades están inextricablemente unidas. La oración suscita una caridad total en el corazón.

“¿Qué es el corazón caritativo?: es un corazón que se abrasa de amor por la creación entera, por los hombres, por los pájaros, por las bestias, por los demonios, por todas las criaturas.

Por eso ese hombre no cesa de orar hasta por los enemigos de la verdad y por aquellos que le hacen mal. Incluso reza por las serpientes, movido por la infinita piedad que se desvela desde el corazón, y que le hace semejante a Dios”.

Y entonces comprendemos qué es el verdadero amor al prójimo. Se nos ha repetido tan a menudo que teníamos de hacer esfuerzos para amar a los otros o vencer una antipatía, que hemos llegado a creer que el amor al prójimo dependía de nuestra buena voluntad. Es verdad que el amor fraterno requiere nuestra actividad, pero esta actividad es la acogida en las profundidades de nuestro corazón del amor que es suscitado.

Del amor al prójimo se puede decir lo mismo que de la oración: mientras intentaremos producirlo fuera de nosotros, solo por los esfuerzos de la inteligencia o de la voluntad, fracasaremos lamentablemente. Este amor no es una virtud moral.

Antes de amar a Dios y a los hermanos, hay que vivir esta realidad: “Dios me ama. Por tanto, es un amor recibido, es la vida del Resucitado infusa en nuestros corazones. La caridad es siempre el fruto de la Pascua de Cristo. Se comprende así que un corazón, un cuerpo, penetrado completamente de la vida del Espíritu, experimenta, al mismo tiempo que la oración incesante, un verdadero amor al prójimo.

Hablando estrictamente, no se nos pide hacer esfuerzos en la caridad, porque se corre el riesgo de las ilusiones sentimentales o voluntaristas… En cambio, viviendo pobre y desarmado, uno se siente naturalmente entregado. Es por esto que Cristo insiste en las Bienaventuranzas y sobretodo en la pobreza: un pobre sabe acoger el amor y darlo.

El Patriarca Atenágoras, que era un hombre de oración, era también un ser de relación, capaz de manifestar la ternura de Dios a sus hermanos. A propósito de la pobreza como condición del amor, decía: “Hay que hacer la guerra más dura, que es la guerra consigo mismo. Hay que llegar a desarmarse. Durante años he hecho esta guerra y ha sido terrible. Pero ahora ya estoy desarmado. Ya no tengo miedo de nada porque el amor expulsa el miedo. Estoy desarmado de la voluntad de tener razón, de justificarme descalificando a los otros. Ya no estoy al acecho, crispado celosamente por mis riquezas. Acojo y comparto. No estoy aferrado a mis ideas y a mis proyectos. Si me presentan de mejores, o incluso si no son mejores pero son buenos, los acepto de buen grado. He renunciado a comparar. Aquello que es bueno, real, verdadero es siempre lo mejor para mi. Esto hace que ya no tenga miedo. Cuando uno ya no tiene nada, no tiene miedo. Si uno se desarma, si uno se desposee, si uno se abre al Dios-Hombre que hace nuevas todas las cosas, entonces el Dios-Hombre le borra el pasado y le da un tiempo nuevo donde todo es posible”.

Jean Lafrange: La oración del corazón