Domingo II de Cuaresma / C / 2019

Leer la Hoja Dominical

 

 

Lectura espiritual

La oración de alabanza ha de ir más lejos. En efecto, la alabanza es todavía imperfecta cuando se dirige a Dios en función de los beneficios que recibimos de él -esto sería una actitud demasiado interesada-; hay que agradecerle, alabarle, bendecirle porque es Dios, porque es Amor en sí mismo.

Es la oración de bendición que encontramos en todas las páginas de la Biblia y que Cristo también expresa en el Padrenuestro: “Santificado sea tu nombre” (Mt 6:9). Bendecir Dios es alegrarse por el hecho de que exista y se manifieste como Dios: es estar profundamente contento de su presencia. ¡Dios es Dios… i esto es todo! “Padre, glorifica tu nombre” (J0 12:28).

Y Dios se vuelve haciendo descender su bendición manifestando su Rostro de Gloria a los hijos que lo bendicen y lo alaban: Yahvé dijo a Moisés: habla a Aharon y a sus hijos  y diles: así bendeciréis a los israelitas: ‘Que Yahvé te bendiga y te guarde. Que Yahvé haga resplandecer sobre ti su faz y te sea propicio. Que Yahvé ponga sobre ti su mirada y te dé la paz’. Así pondrán mi nombre sobre los israelitas, y yo les bendeciré” (Nm 6:22-27).

Como dice muy bien un cisterciense del siglo XIII (1212), Helinaud de Froimond: “Hay quien bendice al Señor porque es poderoso; otros, porque es bueno para ellos; finalmente otros, porque es bueno en sí mismo. Los primeros son esclavos que temen por ellos; los segundos son mercenarios que solo piensan en sus intereses; los terceros, en cambio, son hijos que solo procuran por el Padre… Y es solo este amor el que puede desviar el corazón del amor del mundo o del egoísmo, para dirigirlo hacia Dios”.

Hay aquí una especie de recuperación de la condición parusíaca que se manifiesta en el hecho que la vida de los santos es un canto de Gloria en alabanza de la Trinidad. Dios es Dios, eternamente, más allá de lo que nosotros somos o podemos ser. Como hace el niño, también nosotros hemos de extasiarnos ante esta santidad y darle las gracias por el mismo y por su amor indefectible.

Dice Bonhoeffer: “El corazón puro es el que no se cierra con el bien que realiza ni con el mal que comete”. Este es el corazón puro, dice Eloi Lecrerc, en un texto magnífico que nos invita a girarnos hacia Dios, abandonando toda preocupación y toda mirada sobre nosotros mismos:

“Y cuando estés girado así hacia Dios, no vuelvas de ninguna manera sobre ti mismo. No te preguntes donde estás por lo que respecta a Dios. La tristeza de no ser del todo perfecto, así como de sentirse pecador, es todavía un sentimiento humano, demasiado humano. Has de levantar tu mirada más arriba. Hacia Dios, la inmensidad de Dios y su esplendor perdurable. El corazón puro es aquel que nunca para de adorar el Señor viviente y verdadero, toma un verdadero interés en la vida misma de Dios y es capaz, a pesar de todas sus miserias, de vibrar con la eterna trasparencia y con la eterna alegría de Dios. En esto encuentra su paz y su gozo. Dios mismo es toda su santidad. Porque, si Dios pide nuestro esfuerzo y nuestra fidelidad, la santidad no es la realización personal, ni la plenitud que nosotros mismos nos otorgamos. Es, por encima de todo, el vacío que nos descubrimos, que aceptamos y que Dios llena, en la medida que nos abrimos a su plenitud”.

Jean Lafrange: La oración del corazón