Domingo XXXI tiempo ordinario / B / 2018

 

 

Palabra de Dios

 

Leer la Hoja Dominical

 

 

Lectura espiritual

En el contexto de una vida convertida en “eucaristía” nace la oración continua, llamada “plegaria de Jesús”. ¿Qué busca esta oración sino actualizar la gracia bautismal, es decir, nuestro injerto en el cuerpo resucitado de Jesús?

Según la expresión de Pablo, el bautismo nos ha despojado del hombre viejo para revestirnos del hombre nuevo, creado en la santidad (Ef 4: 22-24). En el fondo de su ser el hombre ha reencontrado la condición paradisíaca y está reconciliado con Dios, consigo mismo y con sus hermanos.

Se comprende, pues, que Pablo le invite a vivir en acción de gracias y a hacer de su vida una eucaristía incesante: “Todo aquello que hagáis, tanto si se trata de palabras como de obras, hacedlo todo en nombre del Señor Jesús, diciendo la acción de gracias a Dios Padre por medio de él (Col 3: 17).

En la profundidad tan santa e incandescente de la Iglesia como cuerpo sacramental del Resucitado, el Espíritu “dador de vida” abre en cada uno el camino de la deificación.

A los Padres les gustaba decir: “Dios se hizo hombre para que el hombre pueda volverse Dios”. I san Atanasio de Alejandría precisaba: “Dios se hizo portador de la carne para que el hombre pueda convertirse en portador del Espíritu”. Es el único humanismo total y verdadero en que el hombre es transfigurado por el Espíritu.

Dios, expropiado de su creación por el pecado del hombre, la ha retomado por dentro. A través del “Fiat” de María y la obediencia del Hijo, el Abismo inaccesible retorna a nosotros como un refrigerio, utilizando el término bíblico. Nos retorna en el pan y el vino de la Eucaristía. I cuando invocamos el Nombre de Jesús Salvador, hacemos memoria de Jesús en el sentido más fuerte de memorial, de recuerdo vivo y actual de esta presencia.

Los judíos nunca se atrevían a pronunciar el nombre de Jahvé. Solo el Sumo Sacerdote lo pronunciaba una vez al año en el Yom Kippur, día del gran perdón. Lo habían suplido por una palabra más anodina: “Adonai”, “Señor”.

El nombre propio de Dios nos será, en cierta manera, revelado en Jesús. Es en la medida en que Dios sale de su trascendencia que se nos revela en la “kenosi” de la Cruz, nos revela su propio nombre: “Jesús”. Jesús significa: “Dios salva”, “Dios libera”.

Así se comprende por qué los apóstoles curan y obran milagros por el nombre de Jesús. Hacen penetrar el vigor de su gloria en el corazón del mundo de las tinieblas, del pecado y de la enfermedad para examinar el germen de la muerte sembrado por Satanás. Como dice X. L. Dufour: “Los milagros son irrupciones de la Gloria de Dios en el mundo de la miseria”.

Invocar, pues, el nombre de Jesús es hacer memoria de Jesús, en el sentido eucarístico de la anamnesis. Cada vez que decimos Jesús en la oración, actualizamos su presencia y entramos en su eucaristía. Y al mismo tiempo invocamos la Parusía.

Toda eucaristía es parusíaca porque está recapitulada en Jesús. Él es el Alfa i la Omega y cuando hacemos la anamnesis del Señor Jesús, celebramos la anamnesis del origen y del fin de la humanidad y del cosmos. Como dice Máximo el Confesor: “Él es el comienzo, el medio y el fin de todas las cosas y, en primer lugar, de nuestra existencia humana”.

Jean Lafrange: La oración del corazón