Domingo XVIII tiempo ordinario / B / 2018

 

 

Palabra de Dios

 

Leer la Hoja Dominical


Lectura espiritual

El hombre despierto ha de aprender a volverse vigilante, es decir, un ser que espera pacientemente, en silencio, que la mirada de amor de Dios quiera revelarse a los ojos de su corazón. Entonces orar se convierte en una larga espera muda y silenciosa, habitada por un intenso deseo de ver la Faz del Padre.

Por tanto, las disciplinas de desvelamiento van ligadas a la ascesis del dominio del tiempo. El aspirante a la oración interior está impaciente para ver el rostro de Dios, y su oración corre el riesgo de convertirse en un movimiento que cambia continuamente sus términos de referencia.

Ha de aprender a dominar el tiempo y a ponerse en la presencia de Dios, sin huir ni dar a esta presencia un contenido discursivo de pensamiento o de emoción.

Como el campesino de Ars ha de poder decir: “Yo le miro y el me mira, y los dos somos felices”.

Haced esta experiencia y veréis como este silencio resulta insoportable a nuestra naturaleza inestable y voluble: “Si os sentáis en una habitación y decís: ‘Estoy en presencia de Dios’, pronto os demandaréis como se puede llenar esta presencia de una actividad que ahogue la inquietud.

O, durante los primeros instantes os encontrareis bien porque estáis cansados, y estar sentado es un reposo, y estáis instalados confortablemente en una butaca, y el silencio de vuestra habitación os da una impresión de quietud.

Todo esto es cierto; pero así que pasáis este momento de reposo natural y os quedáis en presencia de Dios, cuando ya habéis recibido de la naturaleza física todo lo que podíais recibir, veréis lo difícil que es no preguntarse: “Y ahora, ¿qué he de hacer? ¿Qué he de decir a Dios? ¿Cómo he de dirigirme a Él? ¿Es silencioso? ¿Está ahí? ¿Cómo levantar un puente entre esta ausencia muda y mi presencia inquieta?”.

El silencio de Dios es la realidad más difícil de soportar en los inicios de la vida de oración, y con todo, es la única forma de presencia que podemos acoger, ya que todavía no estamos preparados para afrontar el fuego de la zarza ardiente.

Hay, pues, que aprender a sentarse, a no hacer nada delante de Dios sino esperar y alegrarse de estar presente en el eterno Presente.

Ya se ve que no es una cosa brillante que la oración consista en esperar; pero si uno llega a hacerlo, entonces podrá hacer otra cosa en el interior de este silencio y de esta inmovilidad.

¿Qué se hace en el corazón de este silencio? Nada más que un descenso cada vez más vertiginoso hacia las profundidades de nuestro corazón donde habita este misterio de silencio que es Dios. Es por eso que hay que callar, mirar, escuchar con un amor lleno de deseo.

Solo que supiéramos mirar con toda la profundidad de nuestro ser la mirada de Cristo; esta mirada insensible que solo podemos ver si nos giramos hacia nuestras propias profundidades para verle emerger de ellas, seríamos deslumbrados por este Rostro que no se parece a nada de lo que nos podemos imaginar.

En su canto espiritual (estrofas XI y XII), san Juan de la Cruz dirá que de los ojos del Amado que buscamos sin cesar, llevamos las trazas en nuestro corazón.

Jean Lafrange: La oración del corazón