Diumenge XXV de durant l’any / C / 2019

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Lectura Espiritual

Por la fe tocamos a Dios, enseña san Agustín. La fe viene a ser algo así como accionar el interruptor de la corriente eléctrica; lo hacemos, y entonces podemos tener luz (¡la luz del mundo nuevo!). Nos ubicamos entonces en una nueva realidad, hemos llegado a la visión que nos proporciona la cima de la colina a que ascendimos.

Para nuestra fortuna, el interruptor funciona siempre. Dicho en otras palabras, si existe en nuestra alma la virtud infusa de la fe -si no la hemos perdido atentando contra ella-, basta que cada vez que lo deseemos, nos sea dado ascender a la montaña (sintiéndolo o sin sentirlo). Para creer hay que querer creer. La fe es un acto que reside formalmente en la voluntad -asistida por la gracia-, aunque materialmente en la inteligencia, porque se trata de creer verdades. De modo que, con un acto de mi voluntad, puedo cambiarme de mundo en el momento que lo decida -contando, claro está, con la gracia precedente-. Ese cambio será más fácil y más rápido a medida que más ejercitada esté mi fe, pero en cualquier caso es ella la que me pone en contacto con Dios.

Creemos, pues, para poder orar. Y para que no decaiga la fe mediante la que oramos, oremos. De la fe fluye la oración; y la oración que fluye suplica firmeza para la misma fe.

¿Y en qué confluye esa mutua interacción fe-oración ¿En la contemplación. “Necesitamos fe, ¡más fe!, y con la fe, la contemplación. La fe es el inicio de un recorrido maravilloso: “La luz de la fe nos conduce a la visión”, enseña santo Tomás. Una fe orante va haciéndose contemplación, introduciéndonos gradualmente en la intimidad con el Señor. El apóstol Juan, que se apoya en el corazón de Jesús, es un símbolo de todo cuanto la fe produce. La fe orante que se vuelve contemplación lleva a la comunión amorosa con Jesús, y se convierte en la liberación de mi yo, un yo que pretendía cerrarme en mí mismo… la fe, pues, desde su más íntima esencia, es un co-existir, es ubicarme fuera del aislamiento de mi yo, que era su enfermedad. Con el acto de fe me abro a la inmensidad; he roto las barreras de mi subjetividad lo que Pablo describe con las palabras: Ya no vivo, es Cristo quien vive en mí. Mi yo liberado se ha encontrado con un Yo mayor, nuevo. Este nuevo Yo, hacia el que la fe me libera, es el mismo Jesús, y por Él, con Él y en Él, me uno al Padre, al Espíritu Santo y a todo el mundo sobrenatural.

De modo que es la fe y solo ella la que nos encamina hacia la intimidad con Jesús, la que nos hace aventurarnos a descubrir, como Juan, los tesoros mismos de su Corazón. Las virtudes teologales nos completan el bastimento, el “arrimo” para ascender a la cumbre, hasta tocar a Dios, descansar en Él y gozar de su amor.

La necesidad más urgente que tenemos es crecer en la fe. A veces bromeo diciendo que, a fin de cuentas, el único problema serio en nuestra vida es nuestra falta de fe. En efecto, todos los demás problemas, cuando se enfrentan con fe, no son ya problemas sino más bien oportunidades de crecimiento humano y espiritual. De modo que la fe es indispensable, pero… no basta, sin embargo, tan solo la fe, para lograr las altas cotas de la intimidad divina. La intimidad perfecta se logra por el amor. De ahí que, para llegar al íntimo contacto con Dios, es preciso ejercitarse también en las virtudes de la esperanza y la caridad.

Ricardo Sada; Consejos para la oración mental.